Por: Jorge Malpartida Tabuchi
La televisión por cable llegó a Tiabaya recién bien entrado el siglo XXI, y en sus 34 km2 de extensión no existe ningún cajero automático. Quizás sea cierto eso que dice el escritor Hernán Casciari de que “crecer en los pueblos tiene algunas desventajas”. En el caso de Tiabaya, mi pueblo, el hándicap fue comprender desde pequeño que acá (¿o, mejor dicho, allá?) el kiosko de periódicos y el grifo son un monopolio: más vale no pelearte con el dueño de ninguno de estos negocios porque corres el riesgo de no poder informarte, o quedarte varado a medio camino sin gasolina. Mejor mantener la fiesta en paz con ellos hasta que el progreso o, al menos, la diversificación productiva del capitalismo llegue del todo a este distrito agrícola ubicado a 11 kilómetros del centro de Arequipa.
Puede parecer que no es tan lejos, pero su desconexión del resto del casco urbano de la Ciudad Blanca es real: existe una sola línea de buses para cruzar los retazos de campiña que aún sobreviven al boom inmobiliario, y poquísimos taxis de aplicativo aceptan una carrera hasta acá (o, mejor dicho, allá). Ya me he acostumbrado a que los choferes me digan “uuuy, joven, hasta allá no voy”. No voy. No voy. Y no solo los taxistas: mis amigos rara vez aceptan venir a visitarme.
—¿Para qué ir hasta allá si mejor tú puedes venir para acá, que es más cerca para todos?
Antes, ir a Tiabaya era sinónimo de divertimento, pero eso era antes. A finales del siglo XIX e inicios del XX, mi pueblo (que oficialmente es una ciudad, según un decreto gubernamental del 8 de noviembre de 1870) era el lugar preferido para veranear, cuando no existían autopistas y los arequipeños creían que el río Chili era el límite del mundo. Su clima ligeramente más caluroso y menos seco, y un entorno rodeado de huertas y árboles frutales, lo hacían un atractivo destino para quienes tenían pereza de viajar en tren hasta las playas de Mollendo. “Tiabaya es cuesta, no costa”, es lo que dirá cualquier vecino añoso si le preguntas sobre esas épocas de gloria.
Tu campiña es la grandeza
tus perales tradición
en tus campos las cosechas
y en Jesús la adoración.
Esa imagen natural e idílica que evoca la primera estrofa del himno de Tiabaya ya no existe. La campiña ha ido desapareciendo para dar paso a edificios con cuartitos que se alquilan a los operarios de la mina Cerro Verde, los árboles de perales se secaron por el estrés hídrico y en los campos cada vez se cosecha menos. Un verso de Walt Whitman, escrito un siglo y medio atrás (más o menos cuando Tiabaya fue elevada a la categoría de ciudad por algún presidente entusiasta), explica mucho mejor la decadencia agrícola que vive hoy el pueblo: lo sembrado en las tierras más amplias no ha alcanzado para colmar mi huerto más pequeño.
Ahora los únicos atractivos que quedan para los turistas son la estatua de Pedro Paulet (Tiabaya es la cuna del sabio precursor de los viajes aeroespaciales, aunque recientes indagaciones, un poco aguafiestas, ponen en entredicho esta tesis) con un cohete empotrado en la base, hecho de fibra de vidrio; la fábrica embotelladora de la Coca Cola (hoy Lindley); y el más bonito monumento a la pera que existe en el hemisferio sur. Más allá de estas tres construcciones, no hay mucho más que ver y hacer por acá.
Por eso, comprendo muy bien la flojera de quienes rehúyen de mi comarca. Quizás, hacer ese viajecito que puede tomar entre media hora o 45 minutos desde el centro (dependiendo del tráfico), no valga la pena. Más aún porque las nuevas formas de diversión urbana se asemejan más a un tour por el centro comercial que a un paseo por la villa del aburrimiento. Yo los entiendo y, de no haber crecido en Tiabaya, también pensaría igual. Los recuerdos familiares y la mitología de la infancia hacen que uno idealice lugares que probablemente sean mucho más comunes de lo que pensamos.
“Vivir en un pueblo no es la receta de ninguna felicidad ni tampoco las ciudades escupen moldes de chicos tristes. Pero hay algo, en mis propios recuerdos de la infancia, que me lleva a repetir el idéntico camino de una esperanza”, escribe Casciari, quien se crio en Mercedes, en los extramuros de Buenos Aires, en donde podía toparse con el olor de las lombrices al escarbar el suelo, o juntar huevos calientes mientras veía cacarear a una gallina madre. Crecer en los pueblos tiene sus desventajas “pero también produce un provecho lento que se descubre con los años”, explica de nuevo el escritor argentino.
A mí, cada tanto, me gusta evocar esa Tiabaya de mi memoria para dejar salir algo de alegría. El encanto de los pueblos reside en pequeños beneficios que no se encuentran en las grandes capitales.
De Tiabaya, me gusta que en la panadería nunca encuentres cola, que puedas ir a comprar a la tienda y dejar la puerta entreabierta por horas, seguro de que nadie te robará. O que, mientras avanzas por la autopista, tengas que parar unos minutos para dejar pasar al grupete de vacas que avanza por el carril contrario. O que los vecinos más viejos te hagan sentir importante en sus charlas callejeras, solo porque tu abuelo fue el primer boticario del pueblo (y lo mismo hacen con el nieto del primer mecánico, el primer electricista o el primer huesero). O que desconocidos, algo beodos y algo demacrados, me paren afuera del mercado, o en plena quema de castillos durante los festejos del Cristo Nazareno, y me manden saludos para mi padre y que yo, siempre, se los haga llegar sin falta; o que el taxista que me lleva apurado al aeropuerto se acuerde de que alguna vez mi hermano mayor, el doctorcito, le recetó un remedio infalible para su gastritis.
—Ingerir una rodaja de rocoto, no de ají, para proteger la mucosa y las tripas. De esa no me olvido nunca, joven. Nunca: ta que eres igualito a tu hermano. ¿Y cómo está el doctorcito, allá en Lima?
O que su silenciosa plaza principal, salvo en la Fiesta del Cuasimodo (el primer domingo después de la Pascua), siga siendo un espacio para aburrirse sin distracciones un domingo cualquiera por la tarde.
De seguro, muchas de esas viñetas ya no existen o se han transformado. Pero en mi geografía de la nostalgia siguen ahí, como una brújula que apunta a la felicidad. Walt Whitman aparece otra vez con su sabiduría decimonónica para explicarme cómo me siento en estos momentos: Viajeros y preguntones me rodean, personas que encuentro a mi paso, huellas que me dejó la infancia, el barrio o la casa donde vivo, o el país […] Todo esto viene y se aleja de mí noche y día.
En medio de los vaivenes y tensiones de esta vida que muchas veces se torna extraña, dolorosa, siempre es bueno tener un Edén personal, sin duda idealizado e insuficiente, que nos sirva para encontrar sosiego. Para mí, Tiabaya es ese refugio imaginario que me permite moldear aquellos nuevos espacios en los que intentaré construir un hogar más adelante. Saber que hay un lugar mejor, una vida mejor en un pequeño pueblo rodeado de frutales, me hace creer en una especie de felicidad portátil. Así, cuando la falta de tiempo, el trabajo, las responsabilidades de ser adulto, las continuas crisis peruanas o una pandemia como la que sufrimos hace unos años, no me permitan regresar a mi territorio soñado, tengo una primera piedra, un croquis sentimental, para empezar a levantar otra versión del paraíso, en dónde sea que me encuentre.