domingo, junio 22, 2025
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Vargas Llosa firma dos veces el mismo libro

Encuentros fugaces con un Premio Nobel de Literatura en su ciudad natal

En estos días en que todavía asimilamos la muerte de Mario Vargas Llosa, me gustaría recordar esa ocasión en que me firmó dos veces el mismo libro. En esos trazos, sin duda, está el rastro del origen de mi vocación literaria. 

Sucedió una tarde de marzo del 2011 en Arequipa. El Nobel acababa de embutirse un almuerzo picantero bien generoso. Zarza de patitas, ocopa, soltero de queso, una porción de adobo de cerdo, con pan de tres puntas; de postre, queso helado, buñuelos y, para bajarla, un mate de anís y un sorbo de chicha de guiñapo. En esa ocasión, las autoridades de Arequipa le estaban organizando al escritor una comilona de homenaje en La Nueva Palomino. Era la primera vez que visitaba su ciudad natal tras recibir el Premio Nobel de Literatura, y los anfitriones querían lucirse. Al frente, le pusieron 33 platos con lo mejor de la comida regional: guisos, jayaris, caldos y carnes al horno. Pese a la tentación culinaria, Vargas Llosa fue precavido: probó de todo, pero no en abundancia. 

Estaba de infiltrado en ese exclusivo almuerzo gracias a mi amigo, cuya madre era la dueña del local y estaba encargada de alimentar al novelista y a su séquito. Les había prometido que, como todo periodista serio, iba a escribir una nota espectacular (cosa que sí hice para El Comercio), y que mis fotos se harían famosas (cosa que pasó, a medias). Y ahí estaba yo, disfrazado de mozo, con 21 años recién cumplidos, aún con dos semestres pendientes en la UNSA, y jugando al cronista. Desde un rincón, mientras políticos e intelectuales devoraban rocotos rellenos y lechones al horno, anotaba lo que podía en mi libreta cuadriculada. 

Luego de que acabó de comer, Vargas Llosa no estaba con ganas de una sobremesa. Agradeció a sus anfitriones, se puso su saco y se levantó sin muchos remilgos. Caminó rápido detrás de las otras mesas de invitados, rumbo a la salida. Lo acompañaban en fila, su esposa Patricia, su hija Morgana y una ronda de autoridades, entre las que se veía al presidente regional, al alcalde provincial y al arzobispo de la ciudad. Al ver que se escapaba, la centena de invitados se puso de pie, dejó sus platos a medio comer y empezaron a aplaudirlo. Algunos, ya sin roche, en modo fan, buscaban una foto, estrecharle la mano y, también, intentar que les firme una de sus novelas. 

Vargas Llosa al lado de Patricia Llosa, Mónica Huerta, Alonso Ruiz Rosas y las autoridades regionales (Foto: Jorge Malpartida)

Yo era uno de esos groupies. Es cierto que estaba en modo periodista, pero también tenía 21 años y ahí, a mi alcance, se encontraba uno de mis escritores favoritos. Así que, en segundos me olvidé de la deontología periodística, la responsabilidad de la prensa independiente y mi sagrada misión de reportero: metí cuerpo y empecé a acercarme de a pocos a Varguitas con mi ejemplar de La Guerra del Fin del Mundo (primera edición, comprada en la feria de Amazonas, en algún verano limeño). Vargas Llosa confesó alguna vez en una entrevista para la TV que le hubiera encantado tener un autógrafo de los escritores que más admiraba. A él no le habría importado esperar horas en una cola solo para que le estampen una firma en uno de sus libros Faulkner, Malraux o (si el tiempo/espacio lo hubiese permitido) Flaubert y Víctor Hugo. Yo tenía al frente a mi héroe literario, al creador de los personajes que poblaron mis lecturas juveniles, al autor que ha moldeado mis deseos de también escribir. ¿Entonces, qué le dices a ese hombre? ¿Que no eres mozo sino periodista? ¿Que no has comido nada del buffet porque estabas de chismoso en un rincón? ¿Que ayer fue tu cumpleaños? ¿Que sonría para la cámara que lo están filmando? ¿Qué le dirías? 

En mi caso, solo balbucee dos o tres idioteces:

—Ho..ola so…soy un joven pe…perio … —y le alcancé el libro.

Esperó unos segundos y Don Mario respondió, casi sin mirarme:

—Te lo firmo, pero tú ya luego le pones la dedicatoria, lo siento, estamos muy apurados.

Después de eso, se alejó. Un par de fotos más en la puerta para el recuerdo y sus acompañantes le dijeron que había que regresar al hotel a descansar. 

Ya lejos del tumulto, miré la quinta página de mi libro y ahí estaba la decepción: una fría firma sin destinatario, hecha a la volada, con ese lapicero chusco que le pasé al Nobel como si fuera un datero de la línea Cotaspa. 

Nueve meses después me desquité. Una mañana de diciembre de ese mismo 2011, me despertó el sonido de mi celular. Al otro lado, Fredy Tito, mi amigo bibliotecario de la Alianza Francesa me dice:

—Oye chochera, ten lista tu cámara, en un rato nos reunimos con Vargas Llosa para hablar del concurso de novela.

¡Qué chucha!

Así llegaban las primicias.

Era un viernes y Mario Vargas Llosa visitaba Arequipa solo por un día para clausurar un seminario de literatura y asistir al estreno de su obra El loco de los balcones en el Teatro Municipal. Era mi oportunidad: si antes me había infiltrado en una picantería, ahora sería un improvisado fotógrafo en la reunión que tendría el Nobel con los organizadores de un certamen literario que iba a llevar su nombre. 

Al ingresar al lobby del hotel Libertador, encontramos a Don Mario sentado en uno de los sillones. Al vernos, se paró muy calmado y nos estrechó la mano, uno por uno. Su palma era suave, como si su piel se hubiera alisado de tanto escribir. 

Su agenda del día estaba muy apretada. Ceremonia por acá, y por allá. Teníamos sólo veinte minutos para informarle los avances del certamen: más de 600 manuscritos recibidos de países de América Latina y Europa. “Formidable”, dijo. Corría el reloj, y ahora había que fijar una fecha para la premiación del concurso. “El 28 de marzo sería genial. Además, así celebraría mi cumpleaños por primera vez en Arequipa”, comentó. Tiempo cumplido. Era hora de que se vaya a una ceremonia (más) en la municipalidad. Acabó la reunión y era momento de las fotos. 

Sonrisa por acá. Una más, Don Mario. Otra más por si acaso. 

Antes de que se escape, le entregué en un sobre una copia impresa de un reportaje que escribí para la universidad sobre la casa en donde vivió en Cochabamba, y una carta con unas palabras de agradecimiento, esas que no pude decirle la primera vez. La pluma, intuía, era más efectiva que la lengua. “Muy amable. Lo veré con gusto cuando regrese a Lima”. 

Ya estaba por irse, pero alargué el diálogo un segundo más, y saqué de la mochila mi ejemplar de La Guerra del Fin del Mundo, el mismo de la otra vez.

— ¿Quieres que te lo firme? — preguntó.

Sí, sí, sí.

Sacó su pluma fuente del bolsillo, esas que solo cargan los señores ilustres, y, sin darse cuenta de que en la misma página ya había una firma suya, Don Mario escribió: “Para Jorge, con un cordial abrazo”.

Primera edición de La Guerra del Fin del Mundo firmada dos veces (Foto: Jorge Malpartida).

Por: Jorge Malpartida Tabuchi

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