Domingo, Octubre 6, 2024
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Una historia desde la prisión

En el marco de las previas del Hay Festival Arequipa, decenas de reclusos del Establecimiento Penitenciario de Arequipa, deciden contar sus historias mediante un taller de lectura y escritura de la Bibliobici.

Nunca había entrado a un penal. Ni aquí, ni en ningún lugar. Al imaginarlo, nosotros pensamos en lugares hoscos, terriblemente ambientados; una penitenciaria es un lugar donde se purgan las penas, por ende, penoso.

Lo primero que uno nota al traspasar la puerta que separa la calle del encierro es la intensa presión del aire, como si de repente hubiese sido teletransportado a la cima de una montaña. Los hombres, con chalecos que mencionan “Cárceles Productivas”, cargan unos sacos de arroz o azúcar. No tienen permitido avanzar más allá de una reja y se apoyan en ella con las ansias de poder hacerla intangible.

Continuando un callejón, se escuchan los gritos de la multitud. El patio tiene un muro hecho de ropa colgando, por lo menos diez cordeles en distintos niveles tienen desde pantalones de mezclilla hasta calzoncillos y medias. Los reos, juegan una pichanguita, sin advertir que alguien tan ajeno a ello como nosotros ha llegado. Los gritos siguen y alguien mete gol.

Nosotros. Pasamos por un pasillo con teléfonos amarillos, unos metálicos, de esos que había en algunas esquinas y funcionaban a monedas. Desde allí, los presos esperan su turno de llamar, ya sea a familiares o a incautos que por amabilidad dieron su número en alguna ocasión a uno de ellos.

El taller formó parte de las actividades previas al Hay Festival Arequipa 2024.

El comedor es amplio, pero no lo suficiente para la cantidad de gente que se reúne allí. Una tiendita con los precios de distintos productos al costado, es lo único familiar. Hacemos fila india y esperamos que alguien avise que estamos allí por la mediación de lectura y escritura que ha traído el Hay Festival Arequipa.

Cuando por fin un hombre fornido grita en voz alta que deben retirarse de las mesas, pues se hará un taller, es que comienzan las murmuraciones. A regañadientes, caminan al lado nuestro, haciendo un espacio para erigir un banner, colocar unos libros, folders y lápices con hojas.

La sala vacía, ahora, no recuperó el murmullo que tenía antes. Llegaron de a pocos, como migajas, los presidiarios interesados o aquellos que pertenecían al club de lectura. Se comenzó con pocos, pero de rato en rato se unían más.

El taller comienza hablando sobre la escritura de temas de infancia. Escribir desde lo anecdótico, la vivencia y la juventud. El lenguaje de las historias resuena con algunos de ellos. Otros tienen la mirada perdida entre sus piernas, miran al techo, luego al suelo y repiten. Uno de ellos parece no escuchar nada, tiene la mirada fija durante casi veinte minutos en el mismo lugar y al final termina siendo el que participa más.

Otro escucha atentamente, sin leer directamente del papel, escucha con la mirada extraña y fija en Raúl de la Bibliobici, quien se encuentra leyendo el libro El Erizo. Al culminar, Raúl pregunta si ellos tienen anécdotas de su juventud. Quizás haya alguien en todo este comedor que quiera compartirlo, entonces el silencio se apodera de la sala.

Una mano levantada. Firme, delgada y nudosa.

—Yo tengo una anécdota—dice Mijael.

Raúl se alegra de que no lo hayan dejado en el aire, se acerca y cede el paso con un gesto de cabeza.

—Me acuerdo, que cuando yo era pequeño, mi papá mató a mi mamá, casi me mata a mí y luego se mató.

Alguien ríe, más por el absurdo que por malicia. Aunque todos los demás están callados.

—Vivíamos cerca de un río. Mi papá se robó el arma de un vigilante, mató a mi mamá y la tiró al río, luego me tiró a mí y a mi hermana, el se mató y también cayó al río. Nosotros nos agarramos a un tronco y un pescador nos encontró.

Ahora nadie ríe. Es incómodo. Hablar de eso es incómodo. La presión de sentirse en una montaña vuelve, pero ahora con el frío incluido.

Raúl y Karla continúan el taller. Hablan con otras personas, sobre la escuela, sobre sus antiguas casas, sobre su infancia. Con todo esquematizado, reparten papel y lápiz para todos. La consigna es escribir una historia de su infancia. Mi propia limitación me hace cuestionarme la velocidad con que ellos encontrarán algo para contar, pero apenas reciben el lápiz inician raudos una labor que se pone cuesta arriba para distintos escritores.

Sus hojas se llenan de grafito, páginas enteras, a algunos de ellos les cuesta dejar de escribir, necesitan más hojas, más espacio, más para decir todo lo que quieren. Mijael no tiene ese problema, va directo al grano, es punzante y recuerda su infancia cuando escribió lo siguiente:

Recuerdo cuando era un niño, me mantenía subido en un árbol de guanábanas que había en mi casa y desde donde yo vigilaba el perímetro. Yo solía pasar mucho tiempo estando arriba de ese árbol pensando. Pensaba en lo que quería ser cuando fuera grande.

Yo deseaba ser psiquiatra y llamarme Frank.

Mi madre, que en paz descanse, solía escuchar una telenovela por la radio. Se trataba de la historia de un psiquiatra que se llamaba Frank, este psiquiatra sanaba a los locos esquizofrénicos y yo deseaba ser psiquiatra para sanar a mi padre que también tenía esos trastornos.

Cuando el taller llega a su fin, el comedor se llena de nuevo con el bullicio de antes. Los internos regresan a sus mesas, unos con sus hojas llenas de recuerdos, otros con el rostro más sereno, como si hubieran descargado un peso invisible. Mijael que entrega cuidadosamente su hoja. Es como si ese pequeño pedazo de papel fuera el único testimonio de que, en medio de las rejas y los muros, su infancia aún existe.

Mientras camino de vuelta, pienso en las historias que quedaron sin contar, en las miradas que se desviaron, en las manos que temblaron al sostener un lápiz. Es fácil olvidar que detrás de cada persona hay un pasado, y que cada pasado tiene una historia que no podemos juzgar con la ligereza con la que cerramos un libro.

La cárcel no es solo un lugar donde se purgan penas; es un espacio donde las palabras, a veces, son la única forma de escapar. Quizás, como Mijael, muchos de ellos soñaron con ser alguien más. Quizás, al menos por un momento, al escribir, pudieron recordar quiénes eran antes de ser solo un número más para la gente de afuera. Me doy cuenta de que, después de todo, ellos nunca habían estado tan cerca de la libertad como cuando tomaron esos lápices.

Escrito por Carlos Mauricio Alvarez @Ambrossiox

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