El reciente sismo en Lima nos recordó la fragilidad de nuestro territorio. Pero este no es un fenómeno nuevo, ni ajeno a nuestra memoria colectiva. A lo largo de la historia, los movimientos sísmicos no solo han dejado huellas en los edificios o en las estadísticas. También han marcado la literatura peruana, que ha sabido registrar esos temblores —físicos y emocionales— con una fuerza expresiva singular.
El historiador Raúl Porras Barrenechea ya lo había señalado con claridad: la garúa y los terremotos configuran el escenario vital de Lima y de quienes la habitan. En sus palabras, “ambos definen momentos de la ciudad y deciden matices sicológicos del alma limeña”. De ahí que nuestro carácter, como sociedad, se forje entre una llovizna leve pero persistente y una tierra siempre dispuesta a traicionarnos. Esa combinación explicaría la desconfianza y el retraimiento con que nos retrata el imaginario colectivo.
Pese a la frecuencia de los sismos en nuestro territorio, el crítico alemán Wolfgang Luchting se sorprendía de su escasa presencia en la literatura peruana. Sin embargo, aunque las alusiones son limitadas, resultan profundamente significativas. Basta con revisar “La conversión de un libertino”, una de las tradiciones de Ricardo Palma, donde se describe el devastador maremoto de 1746.
En su relato, Palma narra cómo Don Juan de Andueza, un libertino impío, cambia radicalmente su vida tras sobrevivir a la tragedia que —según el autor— arrasó con todo. “De los siete mil habitantes del Callao (…) no alcanzó al número de doscientos el de los que salvaron de perecer arrastrados por las olas”, escribe. En Lima, el terremoto, ocurrido a las diez y media de la noche, también causó estragos. “De setenta mil habitantes quedaron cuatro mil sepultados entre las ruinas”, se registró. Ante tal panorama, Palma sentencia: “No hay pluma capaz de describir escena de desolación tan infinita”. Este episodio, que marcó el giro espiritual del protagonista, quedó inmortalizado en un cuadro del convento de La Merced.
También Julio Ramón Ribeyro incorporó terremotos en su obra. En “Crónica de San Gabriel”, su primera novela y una de las más destacadas, un sismo irrumpe como una fuerza que sacude la cómoda y decadente vida de los hacendados donde transcurre la historia.
Más adelante, en “Relatos santacrucinos”, libro que recoge episodios autobiográficos de su niñez en Miraflores, Ribeyro vuelve a tocar el tema. En el cuento “Mayo de 1940”, describe con gran detalle el terremoto que azotó Lima aquel año. El niño-narrador, que aún no cumplía los diez, observa cómo un sonido profundo y lejano emerge de las entrañas de la tierra, antes de convertir las pistas en líquido, tumbar muros y vitrinas, y sembrar el pánico entre los vecinos. El relato concluye con un guiño cómico: el padre, al comprobar que la casa resistió, promete construir un nuevo piso, agradecido por la solidez de su vivienda.
No se puede hablar de sismos en nuestra literatura sin mencionar “Le quitaron la ciudad a Mario Luna”, célebre poema de Juan Ramírez Ruiz incluido en Un par de vueltas por la realidad (1971). En él, el autor retrata con intensidad poética el terremoto de Yungay de 1970 y sus consecuencias en las zonas más vulnerables:
Le quitaron la ciudad a Mario Luna
el día 31 de mayo.
Y su dolor equivale a doce volúmenes
de poemas del siglo XVIII
y no será consignado aquí.El 1º de junio el cable repetía:
el barrio La Esperanza está en los suelos,
el barrio del Acero ya no existe
y allí se mezclaron cines con parques y carros y árboles,
y árboles se mezclaron con abuelos y novias
y familias y tiendas comerciales,
tiendas comerciales se mezclaron con ópticas,
consultorios, cementerios,
y cementerios con salas de maternidad,
con máquinas de escribir,
con pantalones,
con zapatos,
con hígados,
con riñones,
y riñones se mezclaron con cerros,
y cerros con techos,
con televisores,
con cráneos,
con sillones,
con frazadas,
con tablas.
Estos ejemplos, aunque puntuales, nos recuerdan que la literatura también tiembla con el país. Cuando la tierra se sacude, los escritores han sabido convertir el caos en palabra, y el trauma colectivo en arte. Porque, como toda tragedia, los sismos no solo destruyen: también revelan y la literatura peruana es un medio.
Redacción por Germain Soto