Nuestro mundo, cada vez más interconectado y digitalizado, observa cómo la tecnología se apropia de nuestras aulas con la promesa de una revolución educativa sin precedentes: pantallas y algoritmos se presentan como la respuesta para todos los males pedagógicos, bajo la bandera de la eficiencia y personalización sin límites. Sin embargo, bajo este resplandor aparente, se esconde una realidad inquietante: la posible deshumanización del proceso educativo.
Considero necesario analizar críticamente esta distopía digital desde la perspectiva del realismo pedagógico que, a lo largo de la historia, ha insistido en la necesidad de una enseñanza anclada en la realidad, las relaciones humanas trascendentes y un desarrollo verdaderamente integral de la persona. La obsesión por la tecnología puede traicionar los principios más fundamentales de lo que significa educar, alejándonos de la verdadera esencia humana que nos lleva a conocer y trascender. La pregunta que emerge entonces es: ¿nos importa más efectivizar la educación que la humanización del hombre?
La pedagogía realista actúa aquí como una incómoda voz de la razón, que insiste en que educar no se reduce a la transmisión despersonalizada de información. Es, más bien, una exigencia moral de conducir al ser humano a su perfeccionamiento en todas sus dimensiones, haciéndolo capaz de conocer la verdad y vivir plenamente en el lugar y tiempo que le corresponde.
Ciertamente, hay contenidos de utilidad práctica en la educación que le permiten al individuo responder a sus necesidades vitales y adaptarse a las demandas del mundo real. Conceptos como ciudadanía, convivencia y ocio –entendido este último como trabajo intelectual y contemplación, mas no como puro entretenimiento– se combinan armónica y concretamente en la labor educativa.

Docente del Departamento de Educación de la Universidad Católica San Pablo
¿Puede lograr lo mismo una educación digitalizada que nos aleja cada vez más de nuestra naturaleza pensante y relacional? ¿Acaso son más confiables los algoritmos para desarrollar compasión y solidaridad en las redes sociales? ¿No es acaso la “cultura del like” la que apacigua nuestra falta de acción y nos complace sin haber hecho una verdadera diferencia en los problemas que aquejan al mundo?
Esta interacción “eficiente” y de “alta precisión” trae consigo grandes problemas éticos: por un lado, acrecienta la brecha entre quienes tienen acceso a los medios tecnológicos más avanzados y los que no; además, expone la privacidad para hacer más predictivo el aprendizaje sin ofrecer seguridad alguna; y, por sobre todo, nos desvía peligrosamente de la complejidad inefable de la condición humana, reduciendo la educación a un proceso inerte, comercial e indiferente. La verdadera eficiencia, la que importa, radica en la formación de seres pensantes y sensibles, no en la velocidad de acceso a un dato trivial o en un recurso obnubilante.
La personalización y la figura del educador
En los últimos años, los promotores y defensores de las tecnologías emergentes, cual canto de sirenas, prometen una utopía pedagógica sobre la personalización de la experiencia educativa y el acceso global a contenidos, pero esto no es sino una distopía disfrazada. Esta pseudopersonalización se convierte en la jaula de oro que somete al estudiante a vivir su propio universo digital, lejos de la interacción humana natural, pero a veces caótica y necesaria para su desarrollo.
Incluso John Dewey (1859-1952), figura central del pragmatismo, repetía que la escuela no debía ser un lugar aislado, sino una «democracia en miniatura» donde los estudiantes aprendieran a vivir y cooperar, solucionando los problemas propios de la convivencia y forjando el carácter a través de la participación activa y el diálogo entre pares y maestros, lo que contrasta fuertemente con el aislamiento que propone la personalización digital. Mi única objeción, en este aspecto, es que considero mejor guía a la prudencia que a la democracia en esa interacción.
Por su parte, Yuval Noah Harari (2018), en su devastadora crítica al «dataísmo», nos alerta sobre el riesgo inminente de convertirnos en esclavos de algoritmos, renunciando a nuestra capacidad crítica, a la autonomía de nuestro pensamiento y, peor aún, a nuestro inigualable cuestionamiento humano. Uno de los mayores goces del intelecto se halla en ese ardor que provoca el debate y la contraargumentación en defensa de la verdad.
Pero ¿Qué pasa cuando un algoritmo diseñado para predecir y complacer se apodera de todo el campo de visión? La terrible pérdida de la confrontación constructiva, del desafío intelectual y del conflicto cognitivo se asfixian frente a esta «experiencia personalizada», en la que el educador queda relegado como mero garante de la conexión digital.
Es, pues, precisamente la figura del profesor la que se ve amenazada en este horizonte digitalizado. Su rol como guía moral y provocador intelectual se subestima y se relega al de simple “facilitador”, al punto de que algunos prevén que su intervención será pronto innecesaria y “fácilmente” reemplazable por las inteligencias artificiales. Pero no seamos ingenuos: quien entiende que la nobleza de educar se halla en una conexión trascendental con el otro, en el acompañamiento, en la transmisión ejemplar de grandes ideales, en el diálogo que termina con una sonrisa y una palmada de aliento y orgullo, sabe que esa será siempre una labor tan irremplazable como ineludible.
Estamos a tiempo. Encontremos los espacios para el reencuentro humano, pues no hay algoritmo que lo reemplace. El deseo de felicidad que subyace en cada acto humano es el principal aliado del educador; es lo que nos mueve a buscar la verdad, la bondad, la belleza. Libremos con sabiduría y esperanza esta batalla y recuperemos la educación para su verdadero propósito: hacer al hombre más perfecto, más pleno, más verdaderamente humano.