Coincidí con Gustavo Pino, allá por el año 2015, en la Maestría en Educación Superior de la “Cato”. Unos fines de semana soporíferos en extremo en donde la única esperanza era salir de las aulas y juntarnos en La Ramadita, por supuesto, para hacer lo que más nos gusta, aparte de beber: contar historias.
El autor ha publicado anteriormente un libro de cuentos titulado La ciudad dormida que tuve la oportunidad de leer y presentar en algún evento libresco. Luego apareció Un asunto frío y vulgar, su primera novela.
Acaba de aparecer en Aletheya su novela corta Hacia la frontera, cuyo título nos remite a una frontera física, aquella que, con banderas de por medio, separa a ciudades y países. No obstante, también el autor nos muestra, de una manera sutil, la frontera escurridiza y procelosa que hay entre la realidad y la ficción, la frontera evanescente que se forja cuando la literatura y el periodismo conversan (y se alimentan).
Al empezar a leer esta novela de historias trenzadas pensé en Puta linda de Fernando Ampuero y también en Missing: una investigación de Alberto Fuguet.
El narrador de esta novela ya es conocido por quienes sigan la obra de Gustavo Pino, así que sería pertinente indicar que con esta nueva entrega el autor, al parecer, está armando una saga de ficciones en torno a Ignacio Expósito: narrador y protagonista que hace alternar las historias de Manuel, de la bella scort Luisana, la de él mismo con su depurado olfato periodístico y con su curiosidad a prueba de balas para ir armando un rompecabezas inconmensurable que nos habla también de la historia del Perú contemporáneo.
Hacia la frontera empieza con un casete en un viejo VHS que da cuenta del primer recuerdo que Ignacio Expósito tiene de Manuel, el muchacho atrevido y corajudo que no esperaba un final así. Se nos habla de una secuencia de imágenes repetidas hasta el hartazgo y la pregunta primigenia: ¿qué ocultaba el video de marras? Y podemos ir más allá con la pregunta que se plantea este libro: ¿qué ocultan todas las personas? Recuerdos, vergüenzas y momentos que, aunque parezcan minúsculos, van armando la historia mayúscula que Ignacio quería ver plasmada en un libro y no en un largometraje.
A lo largo de la lectura descubrimos que una psicóloga aconseja a la prostituta Luisana inventarse un personaje, una versión ficticia de sí misma que oficie de scort, una mujer imaginada que no tendría que ver con la Luisana real. Porque Luisana es ingeniera —o al menos lo era cuando todavía vivía en Venezuela—, Luisana es madre de dos niñas, es una profesional en busca de un futuro mejor, Luisana tiene aspiraciones, no quiere estar en ese mundo de la prostitución, sólo está allí por un tiempo determinado; pero no es lo que ella quiere para su vida mientras que el personaje que ella interpreta en el antro arequipeño, es sólo eso, y estoy citándola, “un personaje ficticio que se vale de su físico para poder tener dinero. Esa chica es otra persona”, no es parte de Luisana.
Ignacio aborda la hiperinflación del primer gobierno de García, nos recuerda algunas masacres perpetradas por Sendero Luminoso y el MRTA. Y va preparando el terreno para hablar de un secreto familiar, de una tía de la que es mejor no hablar porque, de hacerlo, podremos terminar literalmente heridos de bala. Se trata, pues, de la tía Hilda. Y, por supuesto, de la desgraciada desaparición de su hija.
Las buenas historias se tratan de eso, de aquello que la madre del narrador quiere escamotear: hablar de aquello de lo que no te gusta hablar, narrar aquello que nos resulta insoportable, indecible u horrible. Y no podemos parar hasta que nos lo cuenten y luego lo volvamos ficción.
Desde mi modesta mirada de lector, la historia o subtrama más seductora es aquella que habla con extensas grabaciones de audio de por medio del inicio de la travesía de Luisana. Así, dos amantes que se preparan para asumir roles de otra laya: él, Ignacio Expósito, le anuncia a ella que va a grabarla y ella acepta casi a regañadientes.
Así conocemos la hoja de vida de Luisana Soumoza Mosquera, bella mujer venezolana, que luego de pasar por Colombia termina en el Perú trabajando de dama de compañía. De manera alterna, volvemos a las tardes grises de Manuel y a una suerte de cuaderno de bitácora para conocer más sobre Luisana que odia tanto a Maduro como el narrador a una frase dolorosa y certera que le recuerda la marca que estragó su rostro: “La vida nos termina partiendo a todos”.
Asimismo, evocamos los años 1996 y 1997 con la célebre embajada de Japón tomada por los emerretistas, asoman Fujimori, Montesinos y toda la mugre de los años noventa.
Gustavo Pino hibrida su pasión por contar historias con su sólida formación reporteril. Ergo, el narrador de ficciones y el periodista, van codo a codo, y son mucho más que dos. Se transcriben audios de cabo a rabo con el fin de ser fieles a la realidad, a una atroz realidad del éxodo que se produjo en Venezuela a través del drama de Luisana que, por ejemplo, evita hablar de los militares y de su paso por Chorrillos, que no disfruta la chicha morada peruana, como ocurre con muchos de sus compatriotas y que, poco a poco, se dará cuenta que las preguntas de Ignacio no son gratuitas ni un juego menor, sino aspiran a develar aquello que ni ella es capaz de imaginarse.
Mientras tanto Manuel, lejos, en Norteamérica recuerda su remota infancia. Cito: “Nueva York era esa metrópoli turbulenta donde los sueños podían hacerse realidad o todo podía salir terriblemente mal”.
El paquetazo de Hurtado Miller nos deja un mal sabor de boca, pero luego disfrutamos a más no poder de la primera experiencia como scort de Luisana, pues la venezolana recuerda que el polvo pagado fue lo de menos, otra cosa distinta fue la conversación. Ella, al igual que Ignacio, también escribe. “La muñequita más cara”, así tituló al texto que ella elucubró. Y transcribo:
“La muñequita más cara. Así se tenía en la descripción de su cuenta de Instragram: La muñequita más cara. Era una niña hermosa de piel blanca, ojos azules como el cielo, tan llena de vida; pero tan vacía a la vez. La prostitución fue lo que ella eligió como primer ingreso. Dinero fácil le suelen llamar. Viajando por todo el mundo, llevando una vida que a muchos generaba envidia. Paseaba en sus fotos relojes, carteras, zapatos de marca, pero ¿todo esto a costa de qué? Una vida llena de drogas, rumbas para tapar un poco ese dolor que la carcomía. Tal vez una infancia frustrada por la necesidad o las malas juntas la llevaron a todo este rollo de vender su cuerpo. ¿Quién sabe? Al fin y al cabo, somos dueños de nuestras vidas y decisiones o eso queremos creer. Lo que sí se sabe, es que aún no era su momento y le arrebataron la vida en un abrir y cerrar de ojos. La encontraron en la calle como cualquier animal muerto. Su perfecta carita, ahora desfigurada, quedó grabada en las retinas de un país que no era el suyo. Feminicidio le dicen a este atroz acto que segó, una vez más, la existencia de una venezolana en Ciudad de México, donde la justicia pareciera no existir”.
Cuando Luisana le confiesa a Ignacio que ella también escribe, ellos empiezan a hablar casi como “colegas”, ambos con un buen olfato para reconocer las palabras precisas para contar historias.
Y esta historia me resulta la más lograda de las que aparecen en esta novela porque el encuentro de Ignacio con Luisana fue raro y sanador, pues ambos intercambiaron historias y se desnudaron física y espiritualmente. Y el lector se siente agradecido.