El título no es una metáfora menor: en cada cuento hay una estructura visible y otra oculta, un dolor que se dice a medias o que se intuye más que se narra. Las relaciones familiares –padres ausentes, madres frágiles, hermanos enfrentados– son el eje de muchos de estos relatos, donde la infancia suele ser el lugar del trauma.
Adaui evita el golpe emocional directo. En su lugar, construye escenas en apariencia cotidianas que se quiebran con un gesto, una palabra, un recuerdo. El lector se convierte en cómplice, obligado a reconstruir lo que falta, como si los cuentos estuvieran contados desde las esquirlas.
Lenguaje mínimo, efecto profundo
La prosa de Adaui es breve, a veces cortante, con un ritmo que recuerda al de la poesía. No hay descripciones extensas ni explicaciones: el lenguaje sugiere, insinúa, deja espacio para la interpretación. Cada cuento es una cápsula cerrada, contenida, que al terminar deja un eco persistente.
En entrevista con Lima en escena, la autora explicó:
“Me interesa lo que los personajes callan, lo que no pueden decir, eso que permanece bajo el agua como un iceberg”.
Esa lógica de escritura da forma a relatos como Mi hermano José Antonio o La piel del padre, donde el pasado familiar y los afectos rotos se sienten más que se cuentan.

Un libro que abrió un camino
Aquí hay icebergs fue editado en Perú por Editorial Criatura y en Argentina por Editorial El Cuervo, y tuvo reediciones que lo posicionaron como uno de los libros más leídos en talleres de narrativa breve. Ha sido recomendado por escritoras como Claudia Ulloa Donoso y Diego Trelles Paz, y se utiliza frecuentemente como ejemplo de narrativa del silencio.
El libro también marcó un estilo: relatos breves, narrados con contención, en los que el conflicto se sitúa más en el tono que en la acción. Su influencia puede rastrearse en nuevas voces de la narrativa latinoamericana escrita por mujeres.
Reseña por Camila Luciana Carpio Pacheco
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