No es posible confiar en el pasado. La memoria puede ser engañosa. Y la nostalgia también nos juega mal. Idealiza lo que pasó, maximiza lo que pudo ser y tuerce aquello que en verdad no fue tan malo (o tan bello). Es como si mirásemos hacia atrás desde un espejo borroso, y olvidásemos que los objetos reflejados son más grandes de lo que parecen.
Algo de esa bruma envuelve a los relatos de “Velero de papel”, quinta publicación de Gustavo Pino Espinoza (Moquegua, 1991). En este libro, editado a fines de agosto por Aletheya, se explora la infancia, la tierra natal y los afectos familiares (en la figura del abuelo, los padres, tíos y primos) desde un prisma empañado por el paso del tiempo. En esta apuesta el autor refresca la escritura sobre las infancias y la lleva más allá de la boba añoranza o el exorcismo sentimental.
En estas historias —algunas ordenadas en forma de estampas, microcuentos, cuentos breves y relatos largos— los personajes tratan de comprender su pasado a partir de la evocación o la pesquisa. Otros buscan liberarse de ese peso que los persigue entre sueños y pesadillas, o hasta en la cotidiana existencia.
Pino utiliza los objetos y los espacios cerrados como dispositivos de la memoria, que hacen andar las tramas con soltura. Un cuarto lleno de baúles en la casa familiar, una barreta para trabajar en la chacra, una piscina, un zaguán, o unas cartas heredadas del abuelo. A partir de estas piezas y lugares, surgen los recuerdos y se construyen símbolos que movilizan estas ficciones de muy buena manera. Donde mejor se aplica este mecanismo narrativo es en el cuento “Buick 1960”. Ahí el narrador recuerda el viejo automóvil de su abuelo y, a partir de este, reconstruye los rituales y aventuras familiares que surgieron a su alrededor. El vehículo se convierte en un integrante más de la familia, es testigo del paso del tiempo, y va acopiando en su carrocería las grietas y abolladuras que la vida le inflige al protagonista.
Otro punto por destacar del libro es el ángulo desde donde el autor posiciona su mirada sobre la infancia y el pasado familiar. No cae en la simple nostalgia ni en idealizaciones. Tampoco en la culpa y el autoflagelo. Da unos pasos más, con un enfoque mucho más maduro para desprenderse de lo vivido. Para avanzar. Algo que recuerda a lo que dice Stevenson en su ensayo sobre los juegos de niños: “La añoranza que sentimos por nuestra infancia no está plenamente justificada”. Y sí: la inocencia de esos días no es siempre virtud. Enceguece y entorpece la madurez requerida para asumir el duro presente. Pino entiende ello y no justifica ni añora. Su apuesta es otra. Quizás más incomoda, más cruel, más morbosa, pero a la larga más fructífera, al menos, en términos literarios.
Estos relatos abren nuevas coordenadas para su escritura. No más rituales de aprendizaje, o el deslumbramiento juvenil, o primeros amores o primeras decepciones. Ahora se entretejen los conflictos y dudas con el drama de la adultez, con la existencia misma del ser humano. Es tiempo de dejar ir al pasado. Como ocurre en “Color humano”, uno de los relatos más extensos, y que destaca por su estructura y tensión. Aquí reaparece el periodista Ignacio Expósito, protagonista de las anteriores novelas de Pino, que ahora busca en Lima a una mujer vinculada a un músico, amigo de su abuelo. La historia avanza entre peñas criollas, misterios develados a medias y cambio de perspectivas. Pero más allá de la incógnita, el relato nos emociona y desafía porque plantea estas interrogantes: ¿qué hacer con los recuerdos que heredamos? ¿Hasta qué punto vale la pena revolver en la memoria para cumplir un deber autoimpuesto? Dudas que nos carcomen por encima de la ficción.
En el relato “Velero de papel”, otro de los puntos altos del libro, el narrador regresa a su pueblo, un balneario en la costa sur, y se reencuentra con Amelia, una amiga a la que dejó de ver hace más de veinte años. Mientras recorren el territorio de juegos, en la mente del protagonista sigue presente un hecho traumático que le ocurrió a su grupo de amigos de esa infancia ya desaparecida. La visita del hombre se mezcla con flashbacks sobre esas aventuras en el cine, primeros besos, bromas en el mar y una violencia contenida. Nuevamente: no es solo melancolía o unas ganas de engolosinarse con una época que no volverá. En los personajes hay un deseo de ir hacia atrás porque el presente es insoportable. “Olvídalo. Fue hace tantos años”, le dice Amelia al protagonista del relato. Pero él no puede olvidar. Hay una obsesión por extender esos momentos. Estirar esa neblina del pasado. Quizás arrepentido por no haber aprovechado el tiempo, o de no haber actuado cómo hubiese querido, cuando tuvo la oportunidad. Esa es la crueldad de la infancia. Y su perversidad: eres inocente, sí, y también incapaz. Incapaz de ver que eso que está ocurriendo, aunque todavía no lo entiendes, te hará mucho daño más adelante. Y volverá para perseguirte, en el futuro, cuando ya no sea posible cambiar nada. Esa herida es la que explora Pino en este relato y los otros de su nueva publicación. Una exploración que rinde muy buenos frutos debido a su valentía y habilidad para construir un lenguaje con movimiento y precisión.
Hay un deseo en los personajes de Pino por regresar en el tiempo no por inmadurez sino, al contrario, porque quieren avanzar. Crecer. Seguir adelante. Liberarse. Aunque llega un momento en el que todos solo queremos (o podemos) escapar. A veces, huimos hacia el pasado en busca de respuestas. Muchas veces, ahí no queda nada más que dolor enmascarado en espejismos. Sí, se siente bien detener el tiempo un rato, habitar el territorio seguro, ser un niño perdido otra vez. Pero ya de adultos sabemos que de nada sirve ese refugio. Ahí no hay salvación ante la dura y encarnizada existencia del presente.
Por Jorge Malpartida Tabuchi