Los crímenes de odio no se detienen. En octubre de 2024, alguien asesinó brutalmente a Mahmoud Yousef, un niño palestino de seis años, en Illinois. En mayo de este año, atacaron a una niña árabe de tres años en Texas. Ambos casos apenas generaron respuesta oficial. Ni Trump ni sus funcionarios condenaron públicamente los hechos.
En contraste, tras el asesinato de dos empleados israelíes en Washington por un atacante que gritó “Free Palestine”, Trump calificó el hecho como terrorismo y antisemita. También reaccionó tras un ataque con bombas molotov en Colorado, cometido por un ciudadano egipcio con visa vencida. Trump declaró: “Mi corazón está con las víctimas”, mientras su equipo pidió deportar a los familiares del agresor.
La diferencia de trato también se evidenció en el caso de un hombre judío que disparó 17 veces contra dos israelíes al confundirlos con palestinos. La defensa alegó que sufría una “crisis de salud mental”, y no fue acusado por terrorismo.

Aprovechando este contexto, Trump ha impulsado nuevas medidas migratorias restrictivas. Anunció el veto a ciudadanos de 19 países y celebró dos fallos de la Corte Suprema: uno que eliminó el Estatus de Protección Temporal (TPS) —un permiso especial que protegía de la deportación a más de 350 mil venezolanos—, y otro que revocó el “parole humanitario”, un mecanismo que permitía la entrada legal y temporal a personas de países en crisis como Cuba, Haití, Nicaragua y Venezuela.
Estas acciones siguen la línea del Proyecto 2025, una hoja de ruta ultraconservadora que Trump ha adoptado, y que propone la expulsión de millones de migrantes, incluso más allá de lo que indican las cifras oficiales.
Los responsables políticos no solo permiten el aumento de crímenes de odio, sino que los usan para justificar una agenda xenófoba. Rinden homenajes y ofrecen justicia a algunas víctimas, mientras ignoran o minimizan a otras según su origen, religión o estatus migratorio.
Redacción por Germain Soto